lunes, 6 de noviembre de 2023

Al anochecer | Emilia Pardo Bazán | Leer online y reseña

"Al Anochecer", un relato de Emilia Pardo Bazán, teje una narración conmovedora que se enraíza en el contexto bíblico, retratando las reflexiones y emociones de dos hombres comunes en los eventos que siguen a la crucifixión de Jesús.

La historia comienza con un encuentro casual entre Sabas, un viñador, y Daniel, un ebanista, quienes se cruzan en su camino al atardecer. Sabas regresa de cuidar sus viñas, mientras que Daniel ha sido testigo del suplicio de Jesús. A través de su conversación, se revela la inocencia y la ignorancia de Sabas respecto a los acontecimientos recientes, en contraste con la experiencia directa de Daniel, quien ha visto la crueldad infligida a Jesús y ha sido tentado, aunque sin éxito, a participar en su martirio.

A medida que el diálogo se desarrolla, Sabas comienza a cuestionarse si Jesús podría ser en realidad el Mesías prometido, el hijo de David que ha de redimir a su pueblo. La confusión y el miedo de Sabas reflejan la lucha interna de alguien que se enfrenta a la posibilidad de haber presenciado un error trágico y a la enormidad de lo que esto podría significar.


Leer online: Al Anochecer 

En la vereda solitaria se encontraron a la puesta del sol los dos hombres del pueblo. Venían en contrarias direcciones. El uno regresaba de dar una ojeada a sus viñas, que empezaban a brotar; el otro había asistido, más bien curioso, al suplicio de cierto Yesúa de Nazaret, y bajaba de la montañuela para entrar en la ciudad antes que los portones y cadenas se cerrasen.


Se saludaron cortésmente, como vecinos que eran, y el viñador interrogó al ebanista:


—¿Qué hay de nuevo en la ciudad, Daniel? Yo estuve abonando mis tierras, que la primavera avanza, y he dormido en el chozo la noche anterior.


—Lo que hay —respondió el ebanista— no es muy bueno. Han crucificado esta tarde al profeta Yesúa. Te acordarás del día en que le esperábamos a las puertas de Sión y agitábamos ramos de palma y le alfombrábamos el paso con espadañas y hierbas olorosas. Yo no era de los suyos, pero hacía como todos, que es siempre lo más prudente. No se sabe lo que puede ocurrir. La multitud estaba alborotada, y le aclamaban rey. Y entonces me quité el manto y lo tendí en el suelo, para que lo pisase el asna en que iba montado el Rabí.


—Que por cierto era mía —declaró Sabas—. Mi gañán la dejó atada a un árbol, con su buchecillo, y los discípulos la desataron para el Rabí, a fin de que entrase en triunfo. Después me la restituyeron. Yo digo que son gente benigna y que no daña a nadie. Y el Rabí ningún suplicio merecía. Ha curado a bastante gente poniéndole las manos sobre la cabeza.


—¿Sería entonces, como muchos creen, el hijo de David? —dudó, pensativo, Daniel.


—No puedo contestarte —declaró Sabas, apoyándose en su cayada, fruncidas las cejas—. Soy un labrador, y no un doctor de la Ley. Cuando recojo mis racimos y los prenso en el lagar, y hago el vino rojo, y lo vendo, y lo cato, he cumplido la tarea que el Señor me impuso. Que el Rabí sea o no el rey de lo judíos, y hasta el que ha de sentarse a la diestra del Padre, como diz que anunció su primo Yokaanam, el que degollaron por malas artes de la Tetrarquesa, es cosa que no me incumbe resolver. Pero Yesúa me parecía inocente, y fue abuso y demasía enviarle al patíbulo.


—Pienso lo mismo que tú. Sabas —confirmó el ebanista—. No hallo en él culpa, si no es culpa apiadarse de los hombres. Y el Pretor era de nuestro parecer. Hay gente que no está contenta si no persigue... Los fariseos...


—Mira si alguien escucha, y no nombres...


Daniel lanzó una ojeada en derredor, y como a nadie viese en los agros vecinos, iluminados por la luz violeta de un Poniente desleído en lívidas tintas, continuó:


—Los fariseos son aficionados a suplicios. Desde que Sión se halla sometida a los extranjeros, he aquí que se ha vuelto más cruel el Sanedrín.


El viñador escuchaba preocupado. En su espíritu nacía una inquietud. ¿Cómo había sido lo del Rabí? ¿Tardó mucho en morir? ¿Qué dijo?


—Yo —explicó el ebanista— me hallaba en mi taller, labrando, por encargo del Pretor, un triclinio, y nada supe hasta que un tumulto de gente pasó por delante y oí el patear de los caballos y un ruido sobre las losas de la calle, como si arrastrasen un leño. Era el Rabí, que porteaba su propia cruz y no tenía fuerzas para soportarla, hasta que le ayudó Simón de Cirene. Salí a la puerta. Si no me dijesen algunos del gentío que era Yesúa, no le conociera. ¡Tan demacrado, tan ensangrentada y amoratada la faz! Ya sabes que la tenía muy bella, y unos rizos, como la flor del jacinto, apretados y obscuros. Ahora, su melena era un pegote polvoriento, bajo la corona de ramas de espino entretejidas, que le laceraba la frente.


—¿Corona? —inquirió Sabas—. ¿Por qué corona?


—Bien se ve que te pasas el año en tus heredades y tus viñedos... A Yesúa le pusieron por mofa insignias regias. Corona, manto de púrpura, un cetro hecho de cañas. Y sobre su cruz había un letrero que decía, en tres lenguas: «Jesús de Nazaret, rey de los judíos.» Por cierto que los Pontífices...


—¿No hay nadie? —receló Sabas, inquieto.


—Nadie... No temas... Los Pontífices no querían la inscripción así. Fue el Pretor... Y dijo cuando querían quitarla: «Lo escrito, escrito...»


—¡Oh Daniel! —susurró el viñador—. Ahora temo yo... Mi aliento se acorta. ¿No será el hijo de David? ¿No será el que esperamos? Labrador, ignorante soy; pero he oído decir que, en otro tiempo, el Profeta Isaías anunció que nuestro Salvador sería llevado como un cordero a la muerte, y sufriendo y muriendo sin resistir, nos redimiría. Sí; esto se lo he oído repetir a mi padre, que era un varón entendido y leía las Escrituras.


—Como un cordero le llevaron, efectivamente —afirmó Daniel—. Arrastrado, con una cuerda al cuello. Las mujeres lloraban a gritos en mi calle. Y entonces yo me uní a la comitiva. Cayó varias veces; la cruz debía de pesar mucho; era de madera verde y recia. Eso lo entendemos los del oficio... No sé cómo llegó vivo al Gólgota. Hubo alguien que, conociéndome, me propuso que manejase el martillo cuando le clavaron manos y pies. Me resistí. Antes me dejo clavar yo. ¡Clavarle! Eso, allá los sayones.


—¿Gritó mucho?


—Él, no. Sólo un gemido a cada martillazo. Los otros sentenciados aullaban. ¿No sabes? Eran dos salteadores, Dimas y Gestas.


—¿Que si sé? Ese Dimas me quitó cabras y las asó en el monte.


—Perdona a su alma —imploró el ebanista—. Yesúa le perdonó y le prometió el Paraíso, porque Dimas, agonizante, lloró sus pecados y creyó en el Rabí.


Por segunda vez Sabas quedó meditabundo. El velo de la noche que caía le oprimía como un sudario estrecho. Debían de ocurrir cosas solemnes a tal hora. ¿Cuál era la verdad? Y en su interior se alzaba la figura del Rabí cuando entró en la santa ciudad, caballero en el asna pacífica. Toda su actitud y su semblante destellaban amor. Su mano, muy blanca, trazaba bendiciones en el aire y las sembraba sobre la muchedumbre. Y ahora el Rabí colgaba de la cruz, cerrados los ojos. Sabas ya olvidaba su terruño recién labrado, los retoños tan frescos y verdes de las vides, que le prometían cosecha pingüe en el otoño. ¿Qué significaban los sucesos? No entendía bien. ¿Y si era el hijo de David? Dudoso, meneó la cabeza y pronunció lentamente:


—Daniel, ha llegado la hora de compadecerse de Sión. Se ha vertido la sangre de un justo. Esta noche, el sueño tardará en cerrar mis ojos, aunque estoy muy cansado del trabajo de todo el día. Yo no he cometido, a sabiendas, iniquidad; y con todo eso, mi espíritu se ha conturbado.


A su vez, Daniel notaba que el corazón le pesaba en el pecho como una piedra. Había anochecido del todo, y un soplo estremecedor se alzaba de las tierras que el rocío, lentamente, como lluvia de ligeras lágrimas, iba empapando. Un temblor repentino sacudió todo el cuerpo de Sabas, y, ya sin miedo de que les oyese nadie, exclamó:


—¡Era el hijo de David, Daniel! ¡Era el esperado, el enviado! ¡Y le han dado muerte! ¡Ay de nosotros!


Alzando la voz a su turno, Daniel gritó:


—Él ha dicho a las mujeres que le lloraban que llorasen por sí mismas y por sus hijos. Y él ha dicho también: «¡Felices las estériles, cuyos pechos no amamantaron!»


A un tiempo, los dos hombres del pueblo, el viñador y el artesano, sollozaron angustiosamente:


—¡Ay de nosotros! ¡Ay de la ciudad! ¡Han matado al Rabí!


Mientras los dedos convulsos de Daniel rasgaban su túnica, las manos forzudas de Sabas herían su rostro y arrancaban puñados de cabellos. Y ambos se postraron, la faz contra el caminillo pedregoso.


Cuando alzaron la frente, sin levantarse, entre el cielo y la tierra, como suspensas, vieron dos nubes blancas, prolongadas, de imprecisas líneas. En lo alto, un resplandor tan tenue que apenas se distinguía, dibujaba doble círculo luminoso, dos discos de oro pálido, casi invisibles. Alrededor de las nubes misteriosas flotaba una claridad como de plateada nieve, esparcida en trazos trémulos.


—¡Son los mensajeros del Señor! —dijo en voz ahogada Sabas.


—¡Los ángeles! —balbució Daniel.


—¿No ves cómo se agitan sus anchas alas?


—¿No ves cómo alumbra su cabeza?


Postrándose otra vez, imploraron:


—¡Misericordia! ¡Nosotros no somos quienes le colgamos de la cruz!


—¡Nosotros le amábamos, esperábamos en él, aunque no lo sabíamos!


—¡No nos sea imputada su sangre!


—¡No se nos cobre la cuenta de la iniquidad!


Como un soplo, una voz que parecía son de cítaras y arpas, les acarició el oído:


—No temáis. Resucitará el Rabí.


—No lloréis. Saldrá del sepulcro.


Cuando se incorporaron, el blancor difuso había desaparecido. No se notaba sino el negror de la noche, cerrada, profunda. A tientas, envueltos en tinieblas, buscándose para abrazarse, los dos hombres del pueblo repetían:


—¡El Rabí resucitará! ¡El Rabí resucitará!

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