lunes, 6 de noviembre de 2023

Apólogo | Emilia Pardo Bazán | Leer online y reseña

"Apólogo", una historia de Emilia Pardo Bazán, es una narración que profundiza en los tormentos del amor y los celos a través de la relación entre Vicente y Laura, una encantadora cantante de opereta. Vicente se enamora perdidamente de Laura, cuyos encantos no solo son suyos sino también del público que la adora. Este amor pronto se convierte en una fuente de celos y sufrimiento para Vicente, quien lucha con su propia naturaleza posesiva y su deseo de tener a Laura solo para él.


En un momento de desesperación, revela a Laura la profundidad de su tormento y sugiere que la solución es el matrimonio, con la esperanza de que ella abandone su carrera y se dedique exclusivamente a él. Laura, consciente del veneno que son los celos de Vicente, responde con un cuento oriental que ilustra las trágicas consecuencias de la posesividad. Narra la historia de Iván el Terrible, quien, para asegurarse de que el arquitecto que había construido una catedral magnífica para él no pudiera replicar su obra para otro, le arranca los ojos.


La historia tiene un claro mensaje para Vicente, quien comprende la insinuación pero reacciona con violencia contenida. En lugar de seguir el camino de la razón, se hunde más en su espiral destructiva, llegando a contemplar el asesinato como una salida a su dolor. La historia alcanza su clímax cuando Vicente, armado con un revólver y listo para actuar bajo el peso de su furia, descubre que Laura ha huido a San Petersburgo, dejando atrás tanto la escena como su relación tormentosa.


"Apólogo" es una reflexión sobre el amor obsesivo y la necesidad de posesión, así como sobre la libertad individual frente a las expectativas y demandas de los demás. Emilia Pardo Bazán presenta un relato que, aunque ambientado en su época, resuena con temas universales y atemporales sobre la condición humana, la autonomía personal y las consecuencias de los celos incontrolables.



Leer online: Apólogo

Habíase enamorado Vicente de Laura oyéndola cantar una opereta en que desempeñaba, con donaire delicioso, un papel entre cómico y patético. La natural hermosura de la cantante parecía mayor realzada por atavío caprichoso y original, al reflejo de las candilejas, que jugueteaban en la tostada venturina de sus ondeantes y sueltos cabellos, flotantes hasta más abajo de la rodilla. Hallábase Laura en estos primeros años felices de la profesión en que un nombre, después de hacerse conocido, llega a ser célebre; esos años en que la chispita de luz se convierte en astro, y los homenajes, las contratas, los ramilletes, las joyas, los retratos en publicaciones ilustradas, los artículos elogiosos caldeados por el entusiasmo, llueven sobre la artista lírica, halagando su vanidad, exaltando su amor propio y haciéndola soñar con la gloria. ¿Por qué entre el enjambre de adoradores que zumbaban a su alrededor Laura distinguió a Vicente, escogió a Vicente, oficial que no poseía más que su espada y un apellido, eso sí, muy ilustre: el sonoro apellido hispanoárabe de Alcántara Zegrí?


Lo cierto es que la elección de Laura fue muy perjudicial a su tranquilidad y dicha. Vicente Zegrí, como le llamaban sus amigos, por atavismo y tradiciones de raza, llevaba en la sangre el virus corrosivo de los celos; y si esta enfermedad moral hace estragos dondequiera que aparece, no pueden calcularse sus consecuencias en hombre que ama a mujer de profesión artística, cuyas gracias, en cierto modo, tiene derecho el público a usufructuar. Antes anduvo Vicente rabioso que gozoso; tragó la hiel cuando aún no gustara la miel, y nunca recibió el divino premio de los halagos de la amada sin que se lo amargasen con amargor de muerte negras sospechas, infames imaginaciones y desesperados recelos. Tanto pudo con él esta fatiga y desazón celosa, que un día o, para no faltar a la verdad, una noche en que a la salida del teatro había acompañado a Laura —ya no acertó a reprimirse, y abrió su corazón, mostrando lo profundo de la llaga.


—Mi sufrimiento es tal —declaró, estrujando las manos de su amiga, en aquel momento heladas de terror—, que necesito echar por la calle de en medio, realizar una acción decisiva; a seguir así me volvería loco, haga lo que haga, quiero hacerlo estando cuerdo, poseyendo la conciencia de mis actos. Cuando te aplauden, siento impulsos de prender fuego al teatro— cuando se te llena de necios y de osados el camerino, se me ocurre sacar la espada y entrar pegando tajos a diestro y siniestro. La tentación es tan fuerte, que por no ceder a ella, suelo marcharme a mi casa; pero como me conozco y sé que tarde o temprano cedería, prefiero consultarte, confesarme contigo, a ver si entre los dos discurrimos modo de salvarnos.


Laura miraba fijamente al oficial, notando con profundo estremecimiento el brillo siniestro de sus pupilas, el temblor involuntario de sus labios, cárdenos, lo fruncido de sus cejas, la crispación de sus dedos, la alteración de su voz y con dulce sonrisa y acento que chorreaba ternura, le preguntó, entre un intento de caricia que rehuyó el celoso:


—¿Y qué has pensado hacer, Vicente mío? Ya que discutimos amigablemente, dímelo sin reparo y te contestaré con franqueza.


—¡He pensado que nos casemos, que seas mi esposa! —declaró Zegrí.


—¿Y que yo… renuncie al arte?


—¡Pues si no renunciases, bonito negocio! —exclamó el enamorado con exaltada vehemencia—. Te habrás figurado otra cosa, ¿eh? Desde el momento en que Vicente Zegrí se llame tu marido, a tu marido pertenecerás, y él solo él podrá contemplar tus hechizos, oír tu canto y ver desatada esta cabellera —al hablar así agarró la profusa mata de pelo, sacudiéndola con furor apasionado.


Púsose Laura más blanca que los encajes de su bata de seda; el tirón había dolido; pero ni la sonrisa se apartó de sus labios ni un punto cambió la lánguida y acariciadora expresión de sus ojos. Dirigiéndose a Vicente con reposo y dulzura, le interrogó:


—¿Me permites que te cuente un cuento oriental? Me lo refirieron allá en Rusia, donde he cantado hace dos inviernos, donde tienen muchas ganas de que vuelva una temporadita.


Pasándose la mano por la frente, como para espantar una pesadilla, Vicente hizo con la cabeza señal de que estaba dispuesto a oír.


—Parece —empezó Laura— que hubo en Rusia, no sé en qué siglo, un rey muy malo y feroz, a quien le pusieron por sus desafueros y tiranías el sobrenombre de Iván el Terrible. Aunque con Dios no debía de estar muy a bien, el caso es que se le ocurrió construir una catedral magnífica, dedicada a un santo, que allí la llaman Vassili Blagennoi, lo cual significa el Bienaventurado Basilio.


—¿Y qué tiene que ver… ? —murmuró Vicente, no sin impaciencia.


—¡Aguarda, aguarda! El rey buscó mucho tiempo arquitecto capaz de comprender toda la suntuosidad y grandeza que él deseaba para la catedral, hasta que por fin se presentó uno con un plano asombroso, que dejó al rey encantado. Elevóse el templo, y fue pasmo y admiración de todos; y el rey, contentísimo, colmó de regalos y de honores y distinciones al arquitecto. Un día, terminadas las obras, le llamó a palacio y le preguntó si se creía capaz de erigir otro templo tan magnífico y sorprendente como aquel. El arquitecto, lisonjeado, respondió que sí, y que hasta esperaba idear nuevo edificio que superase al primero en belleza y esplendor. Entonces, el bárbaro rey, sirviéndose del agudo chuzo de hierro que llevaba siempre a la cintura, le vació al pobre arquitecto los dos ojos, uno tras otro, a fin de jamás pudiese construir para nadie un templo.


Laura calló, y Vicente Zegrí, que acababa de comprender la moraleja del apólogo, la miró con una especie de extravío. Ligera espuma asomó al canto de su boca y por su venas serpeó el frío sutil del aura epiléptica, que incita al crimen, dominándose con esfuerzo supremo, se incorporó, dispuesto a marcharse y articuló pausadamente mientras recogía su airosa capa española:


—Ese rey hizo mal. Sacar los ojos es acción propia de un verdugo. Si quería inutilizar al arquitecto, debió matarle.


Diciendo así, con súbito impulso, se acercó Vicente a Laura, la rodeó con los brazos, y tan violentamente la apretó, de tan insensato modo, incrustándole tan reciamente los dedos en las costillas, que la artista exhaló un grito de miedo, un chillido que salía del fondo de su ser, de esos que solo dicta el instinto de conservación, el horror a la nada y al sepulcro. Al oír el grito, Vicente la soltó, embozóse en su capa y salió tropezando con las paredes.


Pasose lo que faltaba hasta el amanecer vagando por las calles, en un estado tan horrible, que dos o tres veces se recostó en una puerta para llorar. El día que siguió a aquella noche no fue menos cruel. Escribió a Laura cien cartas que desgarraba después con furia; adoptó y desechó mil planes contradictorios; pensó en echarse de rodillas, en suicidarse, en abrasar el barrio, en secuestrar a su amada a viva fuerza y, por último, la idea de la muerte fue la que se esculpió en su espíritu con relieve poderoso. Su alma pedía sangre, hierro y fuego, violencia, destrozo y aniquilamiento; el instinto anárquico, que tantas veces acompaña al amor, se alzaba, rugiente y desatado, como racha de huracán. Ya ni siquiera intentaba Vicente recobrar la razón, la cordura y el aplomo; las imágenes suscitadas por los celos, Laura atrayendo a sí los ojos de tantos hombres, que se recreaban en sus gracias y picardías, que bebían su voz, que la admiraban con el cabello suelto, eran flechas de llama que le desatinaban, como al toro la ardiente banderilla. Ni aun creía amar a Laura; la consideraba una enemiga mortal. Figurábase por momentos que la odiaba con toda la voluntad iracunda, y este odio clamaba por saciarse y gozarse en la destrucción.


Llegada la hora de ir al teatro, donde cantaba Laura una de las operetas en que estaba más linda y recogía más aplausos, Vicente, resuelto, algo aliviado por la decisión fiera, concreta, irrevocable, se echó al bolsillo el revólver.


Si sufría demasiado… , allí tenía el remedio. Ya habían alzado el telón, pero no aparecía Laura, y Vicente, abstraído en su frenesí, hubo de notar, por fin, que la gente profería exclamaciones de descontento y que la función no era la anunciada, la que Laura debía representar. Alarmado, antes de terminarse el acto dejó su asiento, corrió a informarse entre bastidores… Aquella mañana misma, la cantante había rescindido su contrato, perdiendo lo que quiso el empresario, y partido en dirección a San Petersburgo.


«Blanco y Negro», núm. 358, 1898.

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