"Armamento" de Emilia Pardo Bazán es un relato que se adentra en la tensión y el conflicto interno de un sacerdote arrastrado a una conspiración política durante un periodo de inquietud en la España rural. La historia es rica en atmósfera y simbolismo, y la autora usa su habilidad narrativa para sumergirnos en un drama moral y psicológico.
La narrativa comienza en una noche de invierno, descripta con una claridad que casi podemos sentir el frío que penetra hasta los huesos. En esta escena, el cura de Andianes se ve implicado en el ocultamiento de un arsenal de armas para un levantamiento que está por venir. Los hombres que llegan con el armamento son figuras casi espectrales, envueltas en capas y sombreros, y la urgencia de su misión se siente en cada palabra que intercambian.
Pardo Bazán no escatima en detalles al describir el meticuloso proceso de esconder las armas en dos lugares sagrados y simbólicos: el altar de la iglesia y el sarcófago de un antiguo guerrero. El cura, llevado por el fervor o la presión de la situación, colabora en el acto de profanación, pero pronto se ve consumido por la culpa y la paranoia que le provoca tener ese "embuchado", esa carga oculta en espacios que deberían ser de paz y sacralidad.
La autora hace un uso magistral de la ironía, ya que el tiempo pasa y el tan anticipado alzamiento nunca llega a suceder. El cura, que en un principio participó en el acto revolucionario, se ve abandonado y aislado con su secreto. Su temor a ser descubierto y las consecuencias que ello acarrearía lo consumen hasta que toma la decisión drástica de huir, buscando el anonimato y la salvación en la emigración.
"Armamento" es, en esencia, una exploración del conflicto entre el deber moral y la lealtad política, y cómo este conflicto afecta a un hombre de fe que se ve arrastrado a una causa revolucionaria. Pardo Bazán construye con maestría una narrativa que es al mismo tiempo un thriller psicológico y una meditación sobre la conciencia y el honor. Con un final abierto a interpretación, el relato nos deja reflexionando sobre la carga de los secretos y las decisiones que tomamos, así como sobre las consecuencias imprevistas que pueden surgir de nuestros actos.
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Fue en una noche de invierno, ni lluviosa ni brumosa, sino atrozmente fría, en que por la pureza glacial del ambiente se oía aullar a los lobos lo mismo que si estuvisen al pie de la solitaria rectoral y la amenazasen con sus siniestros ¡ouu... bee!, cuando el cura de Andianes, a quien tenía desvelado la inquietud, oyó fuera la convenida señal, el canto del cucorei, y saltando de la cama, arropándose con un balandrán viejo, encendiendo un cabo de bujía, descendió precipitadamente a abrir. Sus piernas vacilaban, y el cabo, en sus manos agitadas también por la emoción, goteaba candentes lágrimas de esperma.
Al descorrerse los mohosos cerrojos y pegarse a la pared la gruesa puerta de roble, dejando penetrar por el boquete la negrura y el helado soplo nocturno, alguien que no estuviese prevenido sentiría pavor viendo avanzar a tres hombres, más que embozados, encubiertos, tapados por el cuello de los capotes, que se juntaba con el ala del amplio sombrerazo. Detrás del pelotón se adivinaba el bulto de un carrito y se oía el jadear del caballejo que lo arrastraba, y cuyas peludas patas temblaban aún, no sólo por el agria subida de la sierra, sino por haber sentido tan de cerca el ardiente hálito de los lobos monteses hambrientos.
—¿Está todo corriente? —preguntó el que parecía capitanear el grupo.
—Todo. No hay más alma viviente que yo en la casa. ¡Pasen, pasen, que va un frío que pela a la gente!...
Metiéronse en el portal e hicieron avanzar el carrito, que al fin cupo, no sin trabajo, por el hueco de la puerta; cerrándola aprisa sólo con llave, sin echar los cerrojos otra vez, y ya defendidos de curiosidades —aunque en tal lugar y tal noche no era verosímil ningún riesgo—, bajaron los cuellos de los abrigos y se vieron unos rostros curtidos por la intemperie, animados por la resolución; unas barbas salpicadas de goteruelas: la respiración, liquidada al abrigo del paño.
—Suban —dijo el párroco solícitamente—. Hay en la mesa buen jamón, queso, vino... Echen un chisco, caliéntense.
—¡Mal truco! —juró el jefe de la partida—. Interín no se acomoda el género..., nadie bebe un chisco aquí. ¡A lo que venimos!
Obedeció el cura, alzando cuanto pudo la luz; quitaron prestamente la capa de paja que cubría el carro, y apareció relleno, atestado de armas diversas, desde la anticuada escopeta de caza y el arcaico trabuco, hasta los revólveres de ordenanza y el fusil Remington. Una corriente de orgullo, un espíritu de reto, de provocación, surgió de aquel hacinamiento de bélicos trastos. El párroco olvidó los temores que momentos antes hacían entrechocarse sus dientes; los tres mocetones montañeses rieron y blasfemaron de gusto. ¡A ver cuándo llegaba el día de estrenar el armamento! Y no había de tardar, ¡mal truco! Ahora, a esconder el arsenal donde ni el mismo diaño acierte con él...
—Más secreto, imposible... —afirmó el cura—. Mis sobrinas, en Compostela desde anteayer. ¡En lenguas de mujeres no hay fianza. El sacristán pasa todo el día de hoy y el de mañana en Cebre con su hermano, el tendero, que necesita que le saque las cuentas del almacén. Por aquí, con el frío lobero, la nieve amagando, no aporta alma cristiana. Tenemos veinte horas nuestras. Si prefieren cenar y dormir...
Repitieron que no. En quitándose de encima el ansia de esconder aquello, ya comerían, ya dormirían... Ahora, ¡al negocio! De la carga del carro tomó cada cual lo que pudo, y guiando el cura, que amparaba la luz con la mano, salieron al huerto, comunicado con la iglesia por una puerta baja abierta en el romántico ábside y que daba acceso a la sacristía. El frío del cañón de los fusiles les quemaba los dedos, y resbalaban en la escarcha de los senderos, guarnecidos de árboles frutales sin hojas. Dentro de la iglesia ya, encendió el cura los dos cirios colocados ante la efigie de Nuestra Señora, y se vio que los tableros que cubrían la mesa del altar habían sido desclavados; en el suelo yacía una espuerta con martillos, clavos, tenazas; la piedra de ara descansaba sobre las gradas del presbiterio, y el hueco oscuro del altar vacío semejaba la boca de un sepulcro...
—¿Nos cabrán ahí? —preguntó uno de los mocetones.
—Si no caben, ya tengo yo discurrido otro escondrijo muy bueno; pero me ayudarán a levantar la losa, que no soy hombre de hacerlo solo —añadió, señalando a un gótico sarcófago sostenido por dos leones toscamente labrados y sobre el cual reposaba un paladín de granito, armado de punta en blanco, ceñudo, severo.
Comenzaron a depositar el contrabando en el hueco del altar; a pocos viajes, quedaron acomodadas las dos terceras partes de las armas, hasta el borde. Clavaron otra vez los tableros, encajó el cura la piedra de ara, extendió el mantelillo, restableció en orden las sacras, los candeleros, el atril, y aquí no ha pasado cosa alguna. Ahora era preciso alzar la losa de la tumba de granito, interrumpir el sueño secular del guerrero noble. Aplicáronse a ello los tres forzudos mocetones; arrancaron la argamasa, dura como mármol, y sirviéndose de trabucos a guisa de palanquetas, lograron desquiciar y alzar la losa, corriéndola a un lado. El cura retrocedió despavorido: en el fondo del sepulcro había huesos, cenizas, guiñapos, polvo humano —lo que restaba de aquel batallador, ¡lo que ha de restar de todos los hombres!—. La idea de la profanación humedeció su frente con sudor frío; precipitadamente hizo la señal de la cruz. ¡De aquello no podía salir cosa buena! Entre tanto, los mocetones, sin cuidarse de la suerte que corrían los despojos del valeroso caballero, acomodaban en la tumba el resto del depósito —fusiles, escopetas, cartuchos, balas...—. Al volver a sentar con violento esfuerzo la losa, preguntaron:
—¿No habrá un poco de mezcla?
—No... Dejadlo ahora así; yo le echaré la mezcla cuando esté solo y tenga tiempo...
Hicieron desaparecer las últimas huellas de la misteriosa labor; apagaron los cirios; cruzaron el huerto; subieron a la salita de la rectoral, y ni los lobos que los habían seguido de lejos echándoles unos ojos como brasas, devoran así. Engulleron todo: el jamón curado de Lugo, el queso de San Simón, el pan de centeno; tres veces vieron el fondo del botellón de añejo vino. Rieron, contaron chascarrillos de cazadores, describieron plásticamente a la médica de Cebre, el mejor bocado en seis leguas a la redonda, y, sobre todo, evocaron las contingencias de un alzamiento ya inminente, la distribución y empleo de aquella ferranchinería escondida con tanta habilidad, que ni el mismo diaño... ¡Mal truco! ¡No tendría tiempo de comérsela el orín! ¡Ya sonaría, ya, manejada por quien sabemos! Estábamos en Nadal, ¿no? ¡Pues allá por Antruejo... lo más tarde! ¡A embromar al Gobierno y a la Guardia Civil!
Hartos, semichispos aún, después de un sueño de cinco horas, se marcharon a mediodía con su carrito, donde, por disimular, por si les daban el alto, metieron cerro, habas secas, haces de paja. Solo quedó el cura con el depósito.
Solo... y espantado. Siempre que decía misa en el altar, relleno de armas, creía oír que se entrechocaban, que el hierro hablaba y amenazaba, que las balas querían atravesar los tableros irradiando destrucción. «Paciencia —pensaba—; esto, poco ha de durar; allá para Antruejo...» Vinieron los gordos Carnavales, con su escolta de ollas tocineras y de filloas amarillas; vinieron la Semana Santa, la Pascua, el mes de María, y como si tal cosa; el país reposaba tranquilo. Estaba el cura lo mismo que si hubiese asesinado a alguien, enterrando el cadáver secretamente, y temiese a cada minuto que iban a descubrir el cuerpo. No comía ni dormía; en cada rostro pensaba leer que el secreto había transpirado, que se cuchicheaba, que vendrían los civiles a registrar, que se le llevarían a él, ¡un sacerdote!, atado codo con codo, sabe Dios a qué destierro, a qué presidio..., ¡a qué consejo de guerra! Y corría el año, y volvía la nieve a poner monteritas blancas a los abruptos picos de la sierra, y del famoso alzamiento..., ni indicios. «No puedo vivir más con este embuchado —resolvió el cura—. Me volvería loco». En arranque repentino y febril, metió ropa en el cofre, se despidió de sus sobrinas, montó en la yegua, llegó a Marineda en tres jornadas, y el primer vapor de emigrantes que salió de la linda bahía acogió en su seno a un hombre que iba huyendo de un altar y de un sepulcro.
«Blanco y Negro», núm. 619, 1903.