"Atavismos" de Emilia Pardo Bazán es un relato que sumerge al lector en el folklore y las creencias populares de un pueblo gallego, donde la superstición y el atavismo moldean la vida y la mentalidad de sus habitantes. El cuento se enmarca en una conversación entre el narrador, una condesa, y el párroco de Gondás, quien relata las firmes creencias en brujas que dominan el pensamiento colectivo del lugar.
La historia se centra en el trágico destino de la familia de tía Antonia, una aldeana cuyos hijos, Ramona y Pepiño, han sido víctimas de la envidia y la supuesta brujería de una vecina llamada Juliana. Pardo Bazán teje un relato donde la desdicha y la tragedia se atribuyen a la influencia maléfica de la envidia y la maldición, en lugar de buscar explicaciones racionales o coincidencias desafortunadas.
Con la muerte de sus hijos y la desaparición de Pepiño, quien se presume muerto en tierras lejanas, tía Antonia encarna la figura de la madre doliente que, impotente ante el sufrimiento y la pérdida, se aferra a la creencia en fuerzas oscuras que escapan a su control. Su relato es un testimonio del profundo impacto que tienen las supersticiones en la psique rural, llevando a la protagonista a considerar la venganza contra la supuesta bruja como único medio de justicia.
La prosa de Pardo Bazán, rica en detalles y diálogos auténticos, capta la atmósfera rural gallega y refleja las tensiones sociales que se esconden detrás de las acusaciones de brujería. La condesa, representante de la razón y la modernidad, y el párroco, que oscila entre su rol de guía espiritual y su conocimiento de las costumbres locales, son testigos de un mundo donde los atavismos y las tradiciones ancestrales definen la realidad cotidiana.
"Atavismos" es, en última instancia, una crítica sutil a la irracionalidad y un llamado a la reflexión sobre cómo los prejuicios y la ignorancia pueden llevar a la tragedia y la injusticia. La autora nos presenta un microcosmos donde el choque entre la modernidad y el antiguo régimen de creencias ofrece un escenario complejo, lleno de matices y simbolismo.
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Despegó el papel que sostenía en el canto de la boca, y con la cabeza dijo que sí.
—Pues usted debe combatir con todas sus fuerzas esa superstición.
—¡Sí, buen caso el que me hacen! Por más que se les predica... Y lo que es en esta parroquia especialmente...
—¿Por qué en esta parroquia especialmente? ¿Es aquí donde las brujas se reúnen?
—Mire usted —murmuró el interpelado, enrollando su pitillo con gran destreza y sentándose en el pretil del puente; porque ha de saberse que esta plática pasaba al caer la tarde, a orillas del camino real, y allá abajo las aguas del río, calladas y negras, reflejaban melancólicamente las vislumbres rojas del ocaso—. Mire usted —repitió—, en esta parroquia pasaron cosas raras, y el diablo que les quite de la cabeza que anduvo en ello su cacho de brujería.
—A veces —observé—, los hechos son...
—Justo, los hechos... —confirmó el cura—. Aunque reconozcan causas muy naturales, si los aldeanos les pueden encontrar otra clave, es la que más les gusta... Y lo que sucedió en Gondás hace poco, se explica perfectamente sin magia ni sortilegio ni nada que se le parezca; sólo que en la imaginación de esta gente...
Al expresarse así el abad, sobre la cinta blancuzca de la carretera negreó un bulto encorvado, una mujer agobiada bajo el peso de un haz de ramalla de pino. Desaparecía su cabeza entre la espinosa frondosidad de la carga; pero, sin verle el rostro, el cura la conoció.
—Buenas tardes, tía Antonia... Pouse el feixe muller... Yo ayudo...
Asombrada, pero humilde, la aldeana se dejó aliviar y nos saludó con respetuoso «Nas tardes nos dé Dios». Era una vejezuela vestida de luto, el luto desteñido y pardusco de los pobres; iba descalza y sus greñas y su, curtida cara rugosa exhalaban el grato y bravo olor a resina de los pinares. Nos miraba no sin vago recelo, pero una pesetilla extraída de mi escarcela la tranquilizó y desató su lengua en acciones de gracias infinitas.
—¿Y del hijo, tiene noticias, tía Antonia? —interrogó el párroco.
—¡Ay! No, señor; queridiño... ¡Por aquellas tierras se habrá muerto tambiene!
Enjugaba con el pico del pañuelo de talle, andrajoso, los ojos, inflamados sin duda de tanto llorar, y el párroco entonces ordenó:
—A ver, muller, cuente su desgracia a la señora condesa, que puede dar pasos para que se averigüe el paradero de su hijo... Pero cuente verdad, ¿ey? ¡Verdad entera! Ya sabe que yo estoy bien enterado, y si miente... pierde el tiempo.
—¡Así caya un rayo y me abrase si cuento mentira! —respondió la mujeruca, sentándose a mi lado en el parapeto de granito, de espaldas a la pavorosa altura del puente—. Y sabe toda la parroquia, y toda la gente de las aldeas de por aquí, que mis hijos, Ramona y Pepiño, eran dos santos, que en su vida le hicieron mal a nadie de este mundo. ¡Asús me valla! Ellos a trabajare, ellos a obedecere, ellos a rezare... Unos santiños; no dirá menos el señor abad!
—Eso es cierto... —confirmó Gondás, dando vivas chupadas al pitillo y sonriendo con aprobación.
—Pero, señores del yalma, ¿quién se libra de un mal querere? ¡Pedir a Dios que no nos miren con mal ojo, o si no matar a quien nos mira así, para que no nos eche a perder del todo, como echaron a mis hijos pobriños, que fue su desgracia, que estaba preparada allí!
Hizo un guiño el abad, y acudió en auxilio de la narradora, que volvía a secar las lágrimas con el guiñapo del pañuelo.
—Pero diga, tía Antona; esa mujer, esa vecina de usted, la Juliana, ¿por qué les quería mal a usted y a su familia, mujer?
—¡Ay señore! Por envidia...
Oír hablar de envidia a aquella pobre criatura, harapienta y doblegada bajo un fardo de ramillas para la lumbre, me hiciera sonreír si no supiese que en toda vida humana cabe que otro recoja, pisándonos los talones, las hojas que arrojamos.
—Túvome envidia desde moza. Su mozo la dejó, y el rapaz se le murió de mal extraño. Y entramientras, mis dos fillos, mis dos rosas, dábanle enojo de se comere las manos. Según pasaba por delante de mi puerta, les echaba a mis palomiños unos mirares que acuchillaban. Y ellos, más aún Ramona, le tenían idea mala, a fuerza de la ver pasar mirando de aquel modo, que metía miedo... ¡Señor abad! ¡Por el alma de quien tiene en el otro mundo! Vusté bien sabe que mis hijiños eran honrados, que no hicieron en jamás acción mala de Dios...Tentóles el demo, que no los tentara si la bruja no los mirara así... ¡Fueron los ojos de la Guliana, señores benditos, fueron los ojos, y no fue otra cosa, que con un palo se los había yo de sacare!
—Más cristiandad, mujer —respondió con sorna chancera el cura.
—¡El Señor me perdone...! ¡Háganse cargo vustés, que dos hijos tuve, y ninguno tengo, y sola me alcuentro y al pie de la sepultura! Mis hijos no me pidieron consejo, que yo bueno se lo había dar. Allá un día que la Guliana salió a sachar sus patatas, metiéronse en la casa por la parte del curral de la era, y...
Por segunda vez acudió el cura a activar la marcha del relato.
—Y vamos, señora Antona, que encontraron cosas sabrosillas, ¿eh? La Juliana, en tantos años de vivir como un sapo en su agujero, tenía arañados unos cuartitos, y los guardaba en el pico del arca; además sus hijos de usted cargaron con dos ferradiños de maíz, y unas buenas costillas de cerdo, y dos ollas de grasa, y unas pocas habas, y un pañuelo nuevo, amarillo...
—¡Ay, ay señor! —hipó la vieja—. ¡Cargaron, no digo yo menos, cargaron; pero sólo por la rabia que le tenían, que los iba consumiendo a los dos con el veneno del mirare! ¡Fue por se vengar, señor, y que se acabase el mal de ojo! Pero no hay quien pueda con las brujas, que mandan más que todos. La Guliana dio parte a la justicia, eso lo primero; y luego ¡malvada! salía todos los días a la puerta, y cada vez que pasaban mis joyas, les gritaba mismo así: «¡Permita Dios que lo gastedes en la mortaja! ¡Permita Dios que los ladrones mueran antes del año!» ¡Señores mis amos, las plagas caen siempre! La justicia no importa. Son las plagas lo que nos echa al campo santo...
Calló un momento, trágica, mientras en la superficie del río, lento, se apagaba el último resplandor del poniente.
—Pepiño —murmuró al fin— escapó para América. Me quedé sin el que labraba la tierra, sin quien trabajaba el lugar. Quedóme Ramoniña, y esa, desde el otro día de la desdicha, se empezó a secare, a secare como un palo, con perdón. Y hay que vere que otra moza como ella, tan sana y tan rufa, no la hubo en las parroquias de por acá...
—Eso es cierto —intervino el abad—. Parecía que a la muchacha le derretían la carne al fuego. Como que me sorprendió cuando la vi ponerse así, en tan pocos meses. Antes vendía salud y era recia como un hombre...
—¡Capás era de trabajar el lugar ella sola, si no le viene la enfermedá por las plagas de esa condenada! —insistió la madre—. Fue un milagro, un asombro. «¿Qué te duele, Ramoniña?» «Dolerme, nada.» «¿Por qué no comes, Ramoniña?» «Porque no tengo voluntá.» «¿Quieres que venga el médico, paloma?» «El médico no me cura, señora madre...» «Voy a ofrecerte a Nuestra Señora del Moniño.» «Tampoco me ha curar... Solo si me levantan la plaga que me echaron...» Y yo fui a casa de Guliana, y me arrodillé, así —hacía la vieja mímica, expresiva demostración—, y le pedí por las almas de sus padres... ¿Sabe lo que me contestó, que si soy otra la mato, la esmigo con los pies? «¡Lo que me robaron, que les valga a los ladrones para la mortaja!»
—Y Ramona, ¿murió antes del año?
—Por cierto... ¡El día que tenía que presentarse en la Audiencia de Marineda, señor, a responder! ¡Tal día estaba de cuerpo presente! Allí remató la causa. No había a quién dar el castigo...
—Le queda su hijo, mujer —dije por vía de consuelo a aquella amargura—. A la hora menos pensada escribe, vuelve con mucho dinero...
—¡Los difuntos no escriben, ni tornan a su casa, mi señora! El hijo mío murió de la plaga, lo mismo que la hija. Y esa malvada vive, ¡que chamuscada con tojo la había yo de ver, Asús me perdone!
La noche descendía; el cura ayudó a la vieja a cargar el haz de espinallo, y vimos como, enderezándose trabajosamente, se alejaba a paso tardío.
—Toda la historia es para afianzar la superstición... —murmuré.
—Y será milagro —advirtió el abad— que un día, con estos haces de rama de pino que trae del monte, la tía Antona no arme una lumbrarada bonita en la casa de la hechicera... Y yo no podré evitarlo... Cuando reprendo, me dan la razón; pero luego hacen lo que les dicta su instinto... ¡La brujas mandan!
«La Ilustración Española y Americana», núm. 15, 1912.